A partir de ahora ya nada será igual. Juan de Dios Román se ha ido para siempre y nos ha dejado tocados, huérfanos, tristes. En este país, me parece inconcebible hablar de balonmano sin tener presente su figura, la figura de un hombre que ha sido entrenador, seleccionador, profesor de universidad, presidente de federación, divulgador, escritor y también, por qué no, periodista. No saber que sigue ahí, junto a nosotros, en la distancia, me suena extraño.
Le conocí en el VIPS de la calle Velázquez de Madrid. Hace muchos años de esto. Treinta y tres o treinta y cuatro por lo menos. Nos presentó César Argilés. Mi amigo Juanlu García, que había sido alumno suyo en el curso nacional de entrenadores, venía con nosotros. Pero antes de este encuentro, yo ya sabía quién era Juan de Dios. De pequeño lo veía en la televisión de blanco y negro y también cuando acudía a València con los colchoneros del Magariños, su equipo de siempre, para jugar contra el Marcol en el Pabellón de la calle Castillo de Benisanó. Corrían los primeros años setenta del pasado siglo. Sentado en el banquillo visitante, vestido con un pantalón de tela, chaqueta, camisa blanca, corbata y mocasines, ejercía su oficio en los momentos difíciles de cada partido. En plena vorágine del juego, Román alzaba la voz y sabía concitar las iras del graderío sobre su persona, mientras sus jugadores recobraban ánimos para enderezar el rumbo. De un modo u otro, su comportamiento hacía mella en todos, incluidos los colegiados de turno. Eran las armas de un sabio.
Cuando me vinculé definitivamente con el balonmano, en una suerte de alianza que aún perdura, me convertí en una esponja que bebía todo lo que caía en mis manos, especialmente si eran escritos de Juan de Dios Román. Nunca pude obtener el título de entrenador nacional donde él era profesor. Resultaba inviable. Pero fui capaz de conseguir sus apuntes, a través de los compañeros que sí acudían a la capital del estado para cursarlo. Aquello era alimento espiritual para el diletante preparador que yo pretendía ser.
Por supuesto, seguí su carrera como entrenador y seleccionador. Resulta imposible olvidar su final de Copa de Europa en 1985 frente a la Metaloplástika de Vujovic, Vukovic, Portner, Marconja, Basic, Elezovic, Kuzmanovski, Isakovich…, donde alcanzó el subcampeonato con el Atlético de Madrid, un título que revalidaría veinte años después con el Bm. Ciudad Real. Inolvidable es también su bronce en Atlanta de 1996, la primera medalla del balonmano masculino español en unos juegos olímpicos. Sin embargo, de entre esos recuerdos y muchos otros más, me quedo con la imagen de Juan de Dios en el partido España-D.D.R. del Mundial de Suiza de 1986. Casi al final del tiempo reglamentario fue expulsado y cuando ya la victoria española era irremediable, sentado entre el público, Román, chándal azul oscuro y claro, se puso en pie y empezó a gesticular con los puños en alto en señal de triunfo. Pocas veces he visto a un entrenador celebrar con tanta sinceridad y alegría un quinto puesto. Fue como el estallido liberador del trabajo bien hecho, recompensado no con una medalla, sino con ese quinto puesto, que refrendarían dos días después frente a Islandia.
El palmarés de Juan de Dios es grande. Títulos de Liga, Supercopas y medallas con la selección jalonan su paso por los banquillos, pero Román fue mucho más que todo eso. Tras los Juegos de Sídney del año 2000, otro bronce guardado en el zurrón, pasó a desempeñarse como comentarista televisivo junto con su inseparable amigo Luis Miguel López. Fue detrás de las cámaras, frente al micrófono, donde el técnico emeritense ejerció en público el magisterio del análisis técnico, anticipándose siempre a situaciones de partido, que se darían inmediatamente después de haber sido anunciadas por él. Fue una época dorada para el balonmano televisado.
En 2008, Juan de Dios Román fue elegido presidente de la Real Federación Española de Balonmano y durante su mandato la Selección Española, dirigida por Valero Rivera, conquistó su segundo título en el Campeonato del Mundo celebrado en España en 2013, tras imponerse en la final a Dinamarca por 35 a 19. Concluido el evento, Román abandonó la presidencia federativa, siendo sustituido en el cargo por Francisco V. Blázquez. Pero no se marchó lejos del balonmano, al contrario, lo siguió de cerca, pendiente de todo lo que sucedía en su entorno, componiendo textos sobre este deporte que tanto amó.
Cuando comencé a escribir la Historia del Balonmano de la Comunidad Valenciana, entré en contacto con él. Le pedí que escribiera un par de artículos para mi libro y él me los envió. No solo me los envió, sino que también se tomó su momento para animarme a continuar con el trabajo que llevaba entre manos. «En el balonmano hacen falta muchos libros como el tuyo», me dijo. Estaba previsto que, cuando se publicara el segundo y último volumen de esta historia, que en este momento se encuentra en vías de corrección, le llevase un ejemplar a su casa madrileña, una previsión que no podrá cumplirse ya.
El legado de Juan de Dios Román es irrepetible. Formó parte de una generación de entrenadores que fueron capaces no solo de sacar adelante el balonmano nacional sino, sobre todo, expandirlo y contagiar su entusiasmo a muchos amantes de nuestro deporte. Su labor ha sido inconmensurable y los éxitos cosechados, tanto por clubes españoles como por la selección nacional, son fruto en buena medida de su esfuerzo. Allá donde se encuentre ahora, seguro que pronto se reunirá con Txomin Bárcenas, Pitíu Rochel, Patxi Pagoaga, Vicente Ortega, Tono Andreu, Claudio Gómez y tantos otros que compartieron cancha, aula y vestuario con él. Descanse en paz.
Herme Cerezo.